viernes, 6 de marzo de 2015

Maletas a la deriva



Uno cuando llega a cualquier lado y más si es bogotano tiene la duda de cómo serán los taxistas, porque quiera uno o no ellos son parte del reflejo de lo que ocurre en la ciudad y son ellos la primera cara que uno ve al llegar a un lugar. 

Como les conté en la primera historia de mi viaje a la India, sabía que sería un lugar con muchas sorpresas y aprendizajes. Luego de la primera buena impresión del joven del baño fuimos a recoger nuestras maletas, ya eran las 2:30 am y el sueño nos tenía poseídos por lo que salir a buscar un taxi no era la opción más rentable, nos dirigimos al servicio prepagado de taxi rogando que la tarifas estuvieran acorde al valor del dólar y no nos fueran a tumbar. 

Asignado el taxi salimos a buscarlo, cuando por fin lo ubicamos nos encontramos con un carro pequeño, prácticamente sin baúl, viejito y lo más interesante yo no veía al conductor, desde lejos miré en el asiento izquierdo y no vi a nadie, pero tampoco vi el volante lo que me causo curiosidad y susto.

Al preguntarle a mi esposo él se sonrío y me recordó que en la India al igual que en Inglaterra conducen del lado derecho, buscamos a ese lado y nos encontramos con un conductor dormido y descalzo que luego de golpearle varias veces en su ventana despertó para preguntarnos nuestro destino y de paso subir las maletas al techo del carro ¡sí al techo del carro! A la deriva, a merced de cualquiera y sin una cuerdita que las sostuviera haciendo de ellas una presa fácil de los ladrones. 

Yo no dije mucho en ese momento porque no quería quedar mal con mi esposo, aquí entre nos cuando uno de los dos ha viajado más uno siente que no debe hacer comentarios tontos. La cosa era que yo tenía el corazón a mil, el sueño se me pasmó y empecé a pensar en todas las cosas que podían pasar si esa gracia de dejar las maletas en el techo sucediera en Bogotá. Me imaginé a unos jóvenes de la India parando el carro, bajando las maletas y saliendo a correr, imaginé que se caía una y el ladrón corría más que yo. ¡Sí en formato HD y todo me lo imaginé!

Fueron segundos del vídeo que me monté pero de seguro si un director de Hollywood se hubiera metido en mi cabeza habría tomado la escena puntual para una de sus películas. En fin nos subimos al taxi y le dijimos que nos llevara al hotel, le dimos la dirección si es que se puede decir dirección porque por lo menos en Mumbay uno llega por señas, por nombres o por puntos de referencia. El conductor en media noche arrancó el carro y sin duda alguna iba manejando descalzo, se detuvo antes de salir del aeropuerto, se acomodó el pantalón y nos abandonó como por cinco minutos lo más tranquilo de la vida y sin ningún apuro. 

En esos cinco minutos no me aguanté más y le dije a Camilo de mi miedo con las maletas, su respuesta me sorprendió porque al igual que yo la primera vez que él estuvo en india sintió el mismo pánico, entendí que el dicho de la primaria era cierto “no hay preguntas tontas sino tontas que no preguntan”, mi esposo me aclaró que era normal que se llevarán las maletas de esta manera y que estaba casi seguro que no pasaría nada, pero los que me conocen bien saben que en muchas cosas yo soy de las que aplica el ver para creer de una manera casi que radical.

Arrancamos y empecé a ver el contraste de una ciudad que te cuenta historias a través del lenguaje del pito, manera en la que decidí llamar al constante sonido de las bocinas de los carros que se movilizan en Mumbay y por lo que me cuentan en toda India. De plano entendí que el tráfico de Mumbay es un caos y no hay orden alguno, puedes ver carros en contravía, tres rickshaw o mototaxis de la India tratando de cruzar al tiempo. Mumbay definitivamente era una ciudad 24 horas. 


En cuestión de 10 minutos el taxista frenó y en su inglés básico (más básico que el mío) nos dijo que habíamos llegado pero lo único que podíamos ver era un parqueadero y estábamos casi seguros que ese no era el hotel, mi esposo le preguntó si ese era el lugar y él le respondió que sí, al insistirle el taxista sonrío, miró bien y arrancó media cuadra más y volvió a frenar ahora si estábamos en nuestro hotel, con las maletas a salvo porque no pasó nada. 

Lo increíble para mí es que con ese pequeño detalle experimenté una nueva sensación de seguridad, una que no es la que se experimenta en lugares perfectos, sino en medio de un caos que poco a poco estaba descubriendo se encontraba lleno de valores. 

Con tan sólo unas cuadras pude ver el contraste entre la pobreza y la riqueza, entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada, la suciedad de los edificios, calles y puentes. Pero sabía que a la madrugada no podría ver más allá de lo aparente. El viaje iba a continuar y Mumbay para mí quedaría congelado en el tiempo porque nuestra próxima parada sería en Kerala, más conocida como la ciudad de Dios.